Nos llamamos México.
Por: Carlos Eduardo Torres Muñoz.
Es
inevitable no sumarse a la narrativa que nos arrastra entre la desgracia, la
consternación, la esperanza y la solidaridad. Tanta distancia hay entre estos
términos como la grandeza de nuestra patria en su elemento más importante: su
gente, el elemento vivo, activo, de carne y hueso. La fatídica fortuna, que
puso como fecha de prueba el 19 de septiembre se ha llevado la más grande
sorpresa. A ese pueblo que se le sojuzga a cada rato por unos cuantos mezquinos
que ocupan el centro de la agenda, le ha dado la oportunidad de mostrar su
verdadero rostro: el de una mayoría buena, dispuesta a unir sus brazos y
fuerzas con sus vecinos, amigos e incluso desconocidos, para salvarse a sí
mismo en el otro.
Hay
cientos, miles quizá de historias heroicas en los días que han pasado: desde la
pequeña que rompe su alcancía para donar, hasta los ancianos que han hecho de
voluntad energía, pasando por las imágenes de miles de jóvenes, que le han
dicho a la historia: aquí estamos, nada volverá a ser igual.
Del
terremoto de hace treinta y dos años nació no sólo la experiencia, sino la
democracia misma. Muchos olvidan, en la narrativa de la transición democrática,
que fue justo entre los escombros de aquél 19 de septiembre de 1985 que el mexicano
se descubrió ciudadano entre ciudadanos. A partir de ahí la organización de la
sociedad, que apenas asomaba antes, se volvió una práctica común para los
habitantes de la Ciudad capital, lo que a la larga le provocó convertirse en la
latitud más progresista, liberal y democrática del país.
Enrique Krauze lo llamó: el bautizo cívico; Carlos Monsiváis lo describiría así:
“(…) fue la conversión de un pueblo
en gobierno y el desorden oficial en orden civil. Democracia puede ser también,
la importancia súbita de cada persona.”
Antes de que cualquier institución pudiera reaccionar, ya
estaba ahí la sociedad, la más grande de todas las instituciones, más
coordinada, más entregada, con mejor noción del significado romántico de la
política: el bien común. Ahí, entre el asombro, la desesperación y la
desgracia, miles de mexicanos comunes entre ellos, pero extraordinarios como lo
son, se volvían uno solo y transformaban el ambiente en esperanza, solidaridad
y fortaleza común.
No sé, desconozco pero dudo, que exista otro pueblo igual.
Que los desastres tengan que ver como su legado pasa a ser marginado en las páginas
de la historia, por sus víctimas que pronto hacen de su conducta y reacción, la
verdadera historia, el legado permanente de transformación. La destrucción está
ahí, pero más pronto que tarde reconstruiremos, lo que en cambio difícilmente
se perderá, serán las experiencias, las alegrías de saberse parte de la
salvación de una vida, el arranque a la solidaridad, la voluntad pura de
ayudar, el llanto compartido y también, claro: el sentido de tomar el poder y
ser el poder mismo.
Nos
queda ocuparnos de los otros estados afectados, de nuestros hermanos de
Morelos, Puebla, Oaxaca, Chiapas, Guerrero. No hemos terminado: apenas estamos
empezando, pero a la historia, a la fortuna, a la desgracia y al mundo, pero
también a nuestra clase política y gobernante: debe quedarles claro cada que
nos volteen a ver: nos llamamos México, y eso es, lo demostramos otra vez,
símbolo de fortaleza en nuestra solidaridad y hermanamiento, nunca nos volverán
a vencer. Esta vez no temo equivocarme.
@CarlosETorres_
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